Hace ya un año y medio que mi familia me empujó a
enseñar lo que hacía en casa desde que era pequeño. Y digo desde pequeño porque
recuerdo que materiales como el fondant, los moldes o los cortantes de galletas
los tenía que pedir a una tienda de Madrid, que los importaban desde Argentina
y los vendían como productos que casi nadie conocía. Hacía monas de chocolate
para mi familia cuando el pequeño de la casa era yo... Bizcochos, flanes,
cremas, galletas... de todo. Ahora está más de moda que nunca y todo el mundo
se apunta.
Hace unos meses empecé a enseñar el resultado de mi hobby. Compañeros
de trabajo, amigos, conocidos y familia vieron que aquello podía quedar muy
bien como punto y final a su celebración familiar y, con confianza, me pedían
que les hiciera algo espectacular. He puesto horas de esfuerzo, noches enteras
de trabajo, mucho dinero sólo recompensado con la cara de satisfacción de quien
recibía el postre en cuestión, enfados conmigo mismo porque aquello no salía ni
a la primera ni a la quinta... pero todo tenía su recompensa: la
satisfacción personal de haber sido
capaz de hacer algo único y artístico. Hasta he llegado a pensar que muchos se
habrán llevado la idea de que debo ser idiota por poner tanto esfuerzo y ellos
sólo pagarme justo el material. Justito, justito. Eso de “trabajar por amor al
arte” se me puede aplicar perfectamente. Pero yo estaba contento así. Mi
trabajo es otro. Ésto sólo era un hobby y me gustaba enseñarlo, como quien
enseña sus fotografías o sus artículos en su blog personal.
Desde hace un tiempo, ese hobby ha ocasinado más disgustos
que recompensas. ¿Quien lo diría ,verdad? ¿Cómo puede ser que encerrarse a
disfrutar en la cocina pudiera llegar a ocasionar tantos problemas exteriores? ¿
Cómo puede ser que, al final, sea preferible guardarse la imaginación bien
dentro a darle rienda suelta? Pues es así. A otras personas estos problemas les darán igual e incluso les
impulsarán. Serán más maduras que yo. En mi caso, y desde siempre, esas
situaciones han acabado repercutiendo en mi salud, en el estado anímico y,
ahora ya de mayor, en la vida familiar. Y con esta edad, ya no cambio. Por lo
tanto, antes de que sea más grave, me bajo del tren.
De la misma manera que un día de octubre de 2012 decidí
enseñar mis postres caseros, hoy decido que hay que acabar la etapa. Lo hago
por mi familia y por mi salud. No vale la pena. Supongo que en casa podré seguir
haciéndome unos macarons de vainilla o unos cake pops de chocolate. Supongo.
Espero que no le moleste a nadie. Ya miraré de no matarme mucho por si a caso. Espero
que tampoco se molesten aquellos amigos que me pedían postres para sus casas y
que a partir de ahora recibirán un no por respuesta. Me sabrán perdonar,
seguro. A partir de ahora me estaré quieto en una silla, sin molestar a nadie.
Por lo menos ya no habrá fotografías en internet que
despierten sentimientos escondidos y, sobre todo, no reconocidos. Muchísimas
gracias a todos por hacerme sentir realizado durante este tiempo. De vez en
cuando ese sentimiento se agradece. Y que conste que ésto me duele tanto como
dejar abandonado en la calle a un hijo mío. Suerte que en este caso, ese hijo
no piensa y sólo está en mi imaginación. Será cuestión de mirar hacia otro
lado.
Gracias.